Sirio Valerio contempló con aire satisfecho y una pose de ligera arrogancia el triclinium principal de la villa. Iba a ser una jornada muy larga pensó para sus adentrod con disgusto. Esclavo manumitido desde hace cinco años por la gracia de su antiguo señor, Sirio distaba mucho de conservar la esbelta figura que en su juventud volviera loco al padre de su actual patrón, quien gustaba de acariciarles su tersa y morena piel mientras le susurraba obscenos versos. En los jardines y ninfeos, en las piscinas y termas de su gigantesca villa al sur de Neapolis, las convecciones morales se disolvían, y entre el perfume de exóticas plantas se amaban. Los roles y situaciones cambiaban, se movían, rotaban,... Un día, Sirio era un sonrojado Patroclo amado por un fornido Aquiles; otro día, entre los pegajosos perfumes emanados de los pebeteros y a la tenue luz que se colaba entre las telas de una exótica tienda, el esclavo era Hefestión abrazado a un Alejandro Magno, este tan solo con una barroca coraza que reproducía sus victorias pasadas; y ya en los últimos años de la vida de su amo, cuando una sucesión de médicos hipocráticos, astrólogos caldeos y sacerdotes de Isis entraban y salían de manera diaria por las puertas de la villa sin que ninguno pudiera hallar cura a la enfermedad respiratoria que aquejaba a su amo, éste solamente se conformaba con alejarse en su liburna particular al centro de la laguna, artificial de su villa donde a su amante cual Antínoo con Adriano en el Nilo solo le pedía que le satisficiera con el rasgueo de la citara. Pero al final todo se acaba y en el caso de la vida de su amo, este paseo con Caronte fue acompañado por la expulsión de numerosas flemas enrojecidas por su boca y por una sucesión de estertores en busca del aire cada cual más horrible que el anterior, similares a los sonidos que según le habían contado los marineros del puerto de Ostia emitían algunos agujeros en la tierra allá en las lejanas tierras de los hiperbóreos.
Sus reflexiones se vieron de repente interrumpidas por el repiquiteo de varias de sus queridas y carísimas cucharas de bronce por los enceradas baldosas a su espalda y al instante un gritito de gato asustado. Con un gesto de furia en la cara, pues Sirio además de no soportar a los presumidos sacerdotes odiaba la incompetencia de los siervos bajo su mando, se volvió hacia la persona causante de este desaguisado.
(Continuará....)
Excelente introducción. Ya estoy deseando leer la continuación y, sobre todo, el desenlace.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias por tu comentario Daniel…se agradece y anima que la gente muestre interés por tu blog. Respecto a la continuación del relato de Sirio todavía no tengo ninguna idea fija de como lo voy a hacer. Ni siquiera sé en qué siglo situarlo.
ResponderEliminarUn saludo¡¡¡
Del siglo no entiendo nada, pero tiene sensibilidad y su lectura es rápida y apetecible.
ResponderEliminarEs curioso que sólo le observara y le tocara tímidamente siendo su esclavo... ¿lo amaba?